7.2.17

La poesía de Téllez

Rafael Adolfo Téllez (Palma del Río, Córdoba, 1957, pero de la sevillana Cañada Rosal) ha titulado La soledad del aguacero una antología poética que publica Renacimiento en su colección a rayas, de referencia ineludible, donde se incluyen poemas escritos o publicados entre 1988 y 2016. De sus libros Si no regresas junto al portón oscuro (1988), Quienes rondan la niebla (1993), Los adioses (1996), Muertes y maravillas (2004) y Los cantos de Joseph Uber (2011), así como un puñado de inéditos de un libro futuro. 
Antes de entrar en materia, me gustaría decir que a lo mejor éste es uno de esos poetas andaluces a los que alude uno de sus decanos, Pablo García Baena, en una frase contundente pronunciada hace poco: “Los poetas del sur somos más poetas”. De lo que no dudo es de la pertinencia del prólogo y del epílogo que abren y cierran, respectivamente, este precioso volumen. El primero está firmado por Andrés Trapiello, quien fuera editor suyo en La Veleta, tanto de su poesía reunida: Los pasos lejanos (2008), como de su último libro. Es tan breve como bonito. Allí leemos lo que dijo en su blog a finales de agosto de 2011, en una entrada titulada "Líricos góticos": "En sus poemas hay algo muy verdadero y hondo, arrancado a una tierra pedregosa, polvorienta y despoblada, y por eso busca a los muertos en voz baja. Rafael Adolfo Téllez los conoce bien y no los teme. Les habla en la lengua de los ríos secos, del viento abrasador, de las maderas desvencijadas. A nosotros nos traduce esos idiomas a su manera, que es siempre un poco gótica, de talla policromada que ha perdido ya casi todos sus colores. Su canto no es rural, sino de gesta. Es el poeta de las cosas pobres, de los cafés pueblerinos desoladores, de los pueblos muertos. Y a los muertos vuelve una y otra vez, buscándose entre ellos, y al no hallarse viene a la vida con su secreto, un poco desconcertado, sin comprender por qué no estaba ya con ellos. Eso le vuelve un niño, de la estirpe de Francis Jammes, de Van Gogh, de Gutiérrez Solana, líricos góticos." Sí, como él dice, los de Téllez "se dirían poemas escritos muy lejos de todo". Su vida, añade, "no se parece a ninguna otra tampoco", algo que enlaza con el texto, cálido y cercano también, que clausura el florilegio, de otro amigo y poeta, José Julio Cabanillas. Se refiere a su infancia (entre los pueblos arriba mencionados, en el campo) y a su primera juventud, ya en Sevilla, donde compartieron un modesto piso de estudiantes. "La infancia es misteriosa; la juventud, épica; la madurez, aburrida. La vejez, milenaria como la misma muerte". Alude además a la pobreza cervantina, a la desgracia del poeta que "está siempre empezando de cero", a la lluvia que, como diría san Francisco de Asís, en nuestro poeta es "casta, hermosa y útil", al poeta elegíaco que "se despide y celebra", del espacio "netamente andaluz" de sus poemas y a su relación con la poesía hispanoamericana (Eugenio Montejo le prologó una antología mexicana y la cita que abre el libro, y que me enganchó a él de momento, pertenece a Eliseo Diego), a que la poesía "es expresión y no dicción", al estilo que en Téllez consiste en "despojar las palabras del veneno del estilo", a la memoria, a la ausencia de metáforas: "álgebra superior del estilo" al que estos versos se oponen y, por poner coto, al "simple hecho de nombrar". 
Sí, a veces los prólogos y los epílogos sirven para algo. En este caso, abren al lector puertas y ventanas de la casa del poeta. Por sencilla y humilde que ésta sea, esa es la voluntad del propietario, está bien que se nos muestre por completo, desde la mirada de quienes la han visto (que aquí equivale a leído) desde fuera. ¿Cabe aportar algo más? No mucho. Si acaso que quien entre en ella podrá apreciar con detalle (mediante detalles, mejor) un mundo particular como pocos. Para empezar, porque tiene relación con la vida íntima de su autor: con sus padres y abuelos, con su hermana muerta, con los vecinos de esos pueblos del Sur llenos de luz y de pérdidas, y no sólo humanas. Personas, lugares y situaciones de otro tiempo que, paradójicamente, dan a los poemas un aire intemporal que sobrecoge. No he podido evitar mientras leía (luego, siquiera de manera indirecta, me confirmó esa sospecha Cabanillas) el recuerdo de Rulfo y de Comala. Un mundo, el de Téllez, donde no falta la lluvia. Ni la melancolía que ésta suele reportarnos. Ni Joseph Uber.
Para seguir, porque el lenguaje es también muy suyo, un modo de nombrar adaptado a lo que se designa. Tal vez por eso el lector olvida que está ante una antología y lee como si lo que tuviera delante fuera en realidad un solo libro, el mismo, el que alguien ha ido escribiendo a lo largo de los años, yendo y viniendo de sus obsesiones a sus temores, de su felicidad a su pena, de su infancia a su final. Qué alegría volver a encontrar, sin previo aviso, a un poeta que nos conmueve con su verdad.